Nuestra práctica profesional, así como la entrañable amistad mantenida al largo de los años con Juan María Montijano, nos evoca a relacionarle con la figura del gran pintor barroco Diego Velázquez (1599-1660) y los dos viajes llevados a cabo en la ciudad de los papas. Así, y salvando las lógicas diferencias, hacemos un cierto paralelismo con las vivencias de ambos en la Roma barroca.
Contrariamente a Velázquez, cuyas obligaciones palaciegas en la corte limitaban su libertad y le forzaron a regresar con relativa premura, Montijano, a pesar de su compromiso con la docencia en la Universidad de Málaga, pudo establecer una larga secuencia de estadías romanas que abarcarían el resto de su vida. En este sentido, y gracias a la mayor facilidad y rapidez de los medios de transporte actuales, le podemos adjudicar una mayor fortuna a la del pintor sevillano, pues tuvo ocasión de vincularse durante más tiempo y conocer con mayor minuciosidad todos los vestigios de la Ciudad Eterna.
Desde hace tiempo estamos interesados en valorar los viajes de los artistas y sus itinerarios o estancias en cuanto que, en muchas ocasiones, plasman las experiencias vividas en sus obras, al igual que nosotros, de nuestros viajes y/o permanencias, guardamos en el subconsciente imágenes y sensaciones captadas. Las mismas que tarde o temprano, y de manera no consciente, repetimos o reelaboramos. Son lo que nosotros entendemos como interferencias culturales.
Como Velázquez, Juan María Montijano fue seducido por el embrujo romano. A todos nosotros las experiencias vividas nos han enriquecido y, de alguna manera, han quedado reflejadas en nuestros escritos, en nuestra docencia y en nuestra investigación.